domingo, 4 de diciembre de 2016

Elena Poniatowska Amor, peridista, escritora, activista, princesa (polaca - mexicana)

Aunque tenga apellido polaco, los mexicanos la reconocen compatriota, aunque mujer, nacida en los treinta, tiene galardones nacionales e internacionales y con sus 80 y algo tiene una mente clara y activa… Una activista, periodista incansable, pasó del lado de la literatura casi dando un salto mortal y llegó al Premio Cervantes… Elena Poniatowska Amor es un ser particular de quien hay mucho por decir:

Elena Poniatowska, escritora y periodista nació el 19 de mayo de 1932 en París como Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, nieta del último rey de Polonia: Estanislao II Poniatowski.

Con la Segunda Guerra Mundial su familia emigrará de Francia a México donde ella creció, también estudió en los Estados Unidos.
Su primer libro, aparecido en 1961 y titulado “Palabras cruzadas”, fue una recopilación de algunas de sus excelentes entrevistas. Luego publicaría “Lilus Kikus”, de ficción.

La fama le llega con “Hasta no verte, Jesús mío” y “La noche de Tlatelolco” con los que ganaría sus primeros premios literarios. Algunos de sus galardones: Premio Mazatlán de Literatura, el Premio Nacional de Periodismo de México, el Premio Alfaguara de Novela, el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Cuatlicue y el Premio Biblioteca Breve. Fue homenajeada en 2010 con la creación de un premio literario con su nombre.

Algunos títulos de la Poniatowska que, además de escritora es activista y defensora de varias causas, son: “La piel del cielo”, “El tren pasa primero”, “Las soldaderas”, “Leonora”, “Paseo de la reforma”, “Las siete cabritas”, “Fuerte es el silencio” y “Querido Diego, te abraza Quiela”

                              Mónica Ivulich D.R.2016Fr

Vean algo de sus escritos:

LA IDENTIDAD

(cuento)

Elena Poniatowska (Francia-México, 1932)

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.

Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.
                                           
                                                   (De noche vienes (1979), México D.F., Ediciones Era)


Memorial de Tlatelolco

(Rosario Castellanos)

La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.

¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en el radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres
que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora de Excrementos.

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.
Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.

Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.
Con María Felix


Tlatelolco 68

(Jaime Sabines)

1
Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos,
ni siquiera el criminal.
(Ciertamente, ya llegó la historia
este hombre pequeño por todas partes,
incapaz de todo menos del rencor.)

Tlatelolco será mencionado en los años que vienen
como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue peor;
aquí han matado al pueblo:
no eran obreros parapetados en la huelga,
eran mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos de quince años,
una muchacha que iba al cine,
una criatura en el vientre de su madre,
todos barridos, certeramente acribillados
por la metralla del Orden y la Justicia Social.

A los tres días, el ejército era la víctima de los
desalmados,
y el pueblo se aprestaba jubiloso
a celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.
con J. Cortázar


2
El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos;
con televisores, con radios, con banderas olímpicas.

El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.

Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen estaba allí.

3
Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.

Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.

4
Confiaremos en la mala memoria de la gente,
ordenaremos los restos,
perdonaremos a los sobrevivientes,
daremos libertad a los encarcelados,
seremos generosos, magnánimos y prudentes.

Nos han metido las ideas exóticas como una lavativa,
pero instauramos la paz,
consolidamos las instituciones;
los comerciantes están con nosotros,
los banqueros, los políticos auténticamente mexicanos,
los colegios particulares,
las personas respetables.

Hemos destruido la conjura,
aumentamos nuestro poder:
ya no nos caeremos de la cama
porque tendremos dulces sueños.

Tenemos secretarios de Estado capaces
de transformar la mierda en escencias aromáticas,
diputados y senadores alquimistas,
líderes inefables, chulísimos,
un tropel de putos espirituales
enarbolando nuestra bandera gallardamente.

Aquí no ha pasado nada.
Comienza nuestro reino.



5
En las planchas de la Delegación están los cadáveres.
Semidesnudos, fríos, agujerados,
algunos con el rostro de un muerto.
Afuera, la gente se amontona, se impacienta,
Espera no encontrar el suyo:
“Vaya usted a buscar a otra parte.”


6
La juventud es el tema
dentro de la Revolución.
El Gobierno apadrina a los héroes.
El peso mexicano está firme
y el desarrollo del país es ascendente.
Siguen las tiras cómicas y los bandidos en la televisión.
Hemos demostrado al mundo que somos capaces,
respetuosos, hospitalarios, sensibles
(¡Que Olimpiada maravillosa!),
y ahora vamos a seguir con el “Metro”
porque el progreso no puede detenerse.

Las mujeres, de rosa,
los hombres, de azul cielo,
desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa
que construye la patria de nuestros sueños.



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